en blanco y negro

En ese mismo instante, Pierre entra por la puerta agarrando inocentemente a su mujer de la mano. Vienen de la ópera, elegantes y cansados. Ambos se encuentran muy felices; se lanzan miradas cómplices y se regalan mutuamente ese tipo de sonrisas. El sol, ruborizado, desciende sus últimos metros algo más rápido que de costumbre.
En la otra parte del mundo, está amaneciendo. Los primeros rayos del día resbalan ya sobre el horizonte y el ambiente es bien distinto: Abdul, se muere. Con sus apenas ocho añitos, ya se ha convertido en todo un hombre. Viéndolo esta mañana, cuesta creer los días tan duros que ha soportado. No se ha rendido en ningún momento, pero esta mañana es diferente; él sabe que son sus últimas horas. El silencio, reina aún en toda la casa y el aliento entrecortado de Abdul inunda cada rincón de la habitación. Es el único que está despierto.
Sin cambiar una sola palabra, Pierre se sienta respetuosamente frente a su piano – sus manos aún en sus rodillas – y lo observa callado, esperando consentimiento. Ella, al mismo tiempo, flotaba hasta su habitación donde ahora se pone cómoda y guapa para él. Inconscientemente, como si del aliento de una vela se tratase, de su boca sale una canción. Apenas se escucha ella misma, pero así es como le gusta hacer las cosas.
Los primeros rayos de sol se cuelan entre las cortinas y compadecen a Abdul, le secan sus lágrimas y le acarician los pies. Hace un par de días, ese leve cosquilleo, le hubiera arrancado al menos una sonrisa; hoy todo es muy distinto. En su cabeza sólo habita una idea, se le ha estado insinuando, con su consentimiento, toda la noche y ahora es cuando se resuelve todo junto a ella. Abdul, con todo el esfuerzo que puede permitirse, consigue sentarse al borde de lo que llamaremos su cama.
El piano se arranca y Pierre se deja llevar. Las primeras notas le provocan también su primera lágrima - esa es una noche mágica, no cabe duda -. La primera exhalación de Pierre le estremece a ella en la otra punta de la casa. Aquel trance, la hace arrastrarse junto a él. Junto a su piano. Por un momento, sus piernas flaquean y la obligan a apoyarse en el arco del recibidor. Todo ha sido tan repentino que aún sigue sujetando la toalla, con la que se desmaquillaba, con cara de tonta. Está a escasos tres metros de él, pero, ensimismado en su música, ni si quiera se ha percatado de su presencia. Pese a que Pierre es un excelente pianista, nunca ha tocado como lo hizo esa noche al volver de la ópera.
Un paso, otro, y otro más. Consigue sobrepasar la única puerta de la casa, y ahora puede ver ya el mar; su último sueño… Sus pies desnudos, acarician la arena que, en esa fría mañana, está más cálida que nunca. Lejos ya, de su pobre madre, llora desconsolado sin apenas aliento. Sus piernas flaquean y cae de rodillas a escasos veinte metros del mar. No importa, se siente feliz; todo es perfecto. Los rayos del sol, hacen entornar sus ojos, y la brisa, poco a poco, le ha ido recostando hacia atrás su pequeña cabecita. Inspira hondo. Cualquier forma de vida, permanece expectante frente a Abdul; él mismo, también se compadece, mientras disfruta del más mínimo detalle, de cuantos han sufrido junto a él aquellas extenuadas jornadas. “Perdón, perdón a todos. Perdón mamá…”
Aquellas últimas notas sonaban esta vez más fuertes a través de Pierre que a través del piano. Emergían de los poros de su piel - podía notarse - y se recogían todas en su nuca, haciéndole inclinar hacia atrás la cabeza disfrutando de todas y cada una de ellas. Pese a su voluntad, no puede demorar más el final de su interpretación; por esto, y extrañamente contrariado por sus propios sentidos, acariciaba ahora con verdadera angustia lo que serían afilados puñales hundiéndose en su alma. Esta vez, no pudo reprimir su llanto. Después, todo quedó en silencio. Abdul, había muerto. Sus últimas sensaciones: el mar, la brisa, los cálidos rayos de sol… Triste melodía de piano.